Pepica y María viven a diario su vida desde el barrio de Los Ángeles (Montoto), en Alicante, donde ven pasar todos los acontecimientos que tras la Guerra Civil persisten; son bien visibles para ellas, a quienes no se les escapa nada. Aquel día, Pepica pregunta a su vecina María: «Ha pasado va el camión de la carne?». Esta, con todo su pesar, responde: «Sí, María, ha pasado hace ya un buen rato. Estos franquistas son fijos, como la mierda en el culo».
«Pero, dime, ¿hoy cuántos, Pepica?». «Chica, que sepa, he contado cinco, pero, claro, andaban cabizbajos y no estoy segura». «Mare de Déu, ¿hasta cuándo ha de seguir este calvario? ¿Cuándo se acabara?».
Otro nuevo amanecer cuando las primeras luces del alba penetran en los muros de la cárcel de Alicante, donde suben a los desdichados reos afectos al bando republicano durante la Guerra Civil, a quienes fusilarán de inmediato sin compasión alguna junto a la tapia del cuartel de Rabasa. Esta cobarde atrocidad sería una más de otras, pues prácticamente a diario el franquismo ejemplificaba con estos asesinatos, esa era su intención, infligir mayor sufrimiento a todos los desdichados presos. Primero los subían a un viejo y destartalado camión, que se encaminaba hacia la plaza de toros para luego dirigirse por al cuesta de Los Ángeles hasta el cuartel de Rabasa.
Muchos alicantinos veían pasar con pesadumbre y rabia aquel tétrico paseíllo, que todos sabían cómo iba a terminar. Los veían, pero nadie se atrevía a mirarlos fijamente por miedo a recibir una paliza. El transporte era conocido entre los alicantinos como «el camión de la carne», calificativo que solo se pronunciaba en voz baja y ante algún conocido. Muchas veces ignoraban cuántos desgraciados transportaban, pero era igual, lo sabrían al escuchar los tiros de gracia. Y ni aun así, quienes podían cada día no dejaban de ver pasar aquel camión de la carne aunque sostuviesen los ojos arrasados de lágrimas.